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domingo, 12 de junio de 2011

El condenado

Había una mujer que vivía sola, hilando día y noche para ganarse el sustento. En una de esas noches que hilaba, a eso de las 12 de la noche, tocaron su puerta y ella salió presurosa a ver quien era y al abrir se topó con un hombre que le dijo:
-Señora, hágame el favor de guardarme estas ceritas -entregándole un paquete de ceras-; mañana a esta misma hora voy a volver a recogerlas.
-Muy bien, señor -respondió ella, recibiendo las ceras y despidiendo al desconocido.
Pero grande fue su sorpresa cuando a la luz del candil las ceras se trocaron en huesos. Más asustada de lo que se puede imaginar uno tiró los huesos a un rincón y se pasó toda la noche muy preocupada sin tirar una pestañeada.
Al día siguiente apenas amaneció fue en busca del cura de la parroquia, a quien le contó lo sucedido. El cura le dijo que había hecho mal en abrir la puerta a esa hora y que ahora no había más remedio que esperar a que volviera el condenado para devolverle los huesos; pero cuando volviese, no abriría la puerta sola, sino acompañada de seis niños, tres niños y tres niñas. La señora prometió que así sucedería.
A la noche siguiente, cuando la mujer estaba en su casa acompañada de sus vecinas y los seis niños, tocaron la puerta como en la noche anterior.
Entonces ella, tomando a los niños, uno a la espalda, uno al frente, uno a cada costado salió a contestar al condenado y le entregó los huesos con la mano izquierda.
El condenado hablando con la nariz le dijo:
-¡Ajá! Sabías, ¿no? Considera a esos niños, porque si no te hubiera comido.
Y desapareció en el acto.

Un cuento de Pedro Monge Cordova

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